domingo, 25 de septiembre de 2011

La piel

Llega un momento en que uno se cansa de vestirse. No se ve bien ni con la ropa más sencilla. Parece que el mundo se divide en franjas de edades, a su vez en bandos, a su vez en tribus, a su vez en grupillos... todo ello antes de llegar a uno mismo.

Está bien decidir entre comunidades las cosas comunes, pero no hay que olvidar la horizontalidad que se merece el mundo. Todos somos personas con sus situaciones, y no nos merecemos aislarnos al final de la rama. Deberíamos ser todos un tronco.

Andamos por la calle sin mirar a nadie, nos evitamos pensar que estamos rodeados de personas que nos afectan. Es más, nos evitamos pensar en que la globalización hace que dependamos de la población mundial y cada uno de sus habitantes, de cada uno de nosotros.

El otro día me contaban que un roedor ártico se reproducía hasta que sus cotas de población llevaban a sus individuos, instintivamente, a suicidarse lanzándose al mar para morir congelados.

Nosotros, con nuestra capacidad para la neura, paseamos como si sólo viviésemos nosotros y nuestros conocidos, sin saludar al vecino del segundo si nos cruzamos comprando el pan, o evitando mirar al compañero de clase con el que no hemos cruzado palabra nunca.

Tenemos miedo de pensar que existen realmente, que estamos rodeados contínuamente y no podemos actuar libremente como lobos esteparios. Tenemos miedo de desnudarnos, derretir esa fría máscara que llevamos y sonreir o gritar conforme nos sintamos.

No queremos decirle al primero de turno cómo nos sentimos, o qué pensamos, o qué nos pasó anoche en tal sitio, nuestra persona es un secreto que contarle a los más allegados, a los que hemos creído, por experiencia rutinaria, capaces de tolerarnos.

Por eso hay que luchar por expresarse, dedicarle aunque sea una mirada a cualquiera que pase por nuestro lado. Por eso hay que empezar a sentir.

jueves, 15 de septiembre de 2011

El Cerebro

La Rusca ha vuelto a calmarse. Me gustaría decir que lo mío no son las expectativas, pero he acabado comprendiendo que hay algunas expectativas que se toman inevitablemente, por ser justo. Fácil sería la vida, emocionalmente, si diésemos por sentado que nos rodea basura de la que no podemos esperar nada, pero no podemos hacer ese juicio. Quiero pensar que no es por falta de esperanza, que no es porque uno necesite creer en algo, sino porque siempre hay algo que se merece confianza pese a no conocerlo lo profundamente suficiente como para dársela.

Siempre hay un balance entre lo que damos y lo que recibimos, y si hablamos de bondad, por supuesto refiriéndose a la buena intención de cada uno, no a ninguna guía moral, desde luego debemos dar más de lo que recibimos. Me es difícil entender que alguien crea que es bienintencionado dando menos buena intención de la que cree que recibe.

Y por supuesto, si valoramos las buenas intenciones, será de sabios esforzarse en ser especialmente bienintencionado con quien le parece a uno especialmente bienintencionado, todo sea por aumentar la concentración de buenas intenciones. Cómo me encanta deducir estas cosas de una manera tan aburridamente lógica sabiendo que es pura intuición, que nada tiene que ver con la razón sino con la aleatoriedad del pensamiento.

A lo que íbamos, vamos a seguir con la norma de que el amor que se da es que el se recibe más uno, nunca más. Si eso significa renunciar a la voluntad sexual, esperar a que lo cazen y lo violen a uno, lo mismo da. Lo importante es saber que no se está echando en saco roto, como estaba claro desde un principio. Sólo que ahora va a haber que asegurarse un poco más.

Me tienta ponerme un castigo si vuelvo a incumplir la norma, si vuelvo a hacer algo sabiendo que no es el buen camino, que está destinado a fallar, que es incluso la forma más segura de segar la esperanza de algo continuado en esa dirección. No se me ocurre, realmente, castigo que me hubiera hecho no actuar como he actuado. Eso me reconforta, significa que estuve realmente seguro de que podía funcionar, por absurdo que parezca. Ya sé de qué no beber ni fumar. Ya lo sabía, pero no me esperaba algo así.

A todo esto, la palabra gustar me empieza a parecer absurda. Quizá tras tantos años me haya conseguido librar de mi carácter enamoradizo con las últimas tragedias, quizá sea sólo un espejismo que no dure ni tres días. Sin duda lo mío ha rozado el esperpento de lo que odio del gusto entre hombres y mujeres. Corrijo, lo ha pisoteado y superado. El esperpento me parece poco, he llegado hasta el sardonismo.

Sardonismo porque uno acaba sonriendo en una mueca, a causa del dolor que sufre. Se disfruta, sin duda. He aprendido bastante del masoquismo, el de verdad, no el que criticaba a los neuróticos o a los emos. No es por el consuelo de que no hay nada peor que lo que se sufre en el momento, ni tampoco porque se pueda pensar que pese a todo, uno sigue adelante. Es porque se da uno cuenta de que lo que más se sufre es lo que más recordará uno, lo que más nos moldeará, de lo que estaremos orgullosos.