domingo, 19 de febrero de 2017

Discusiones agotadoras

Hace tiempo que digo no ser comunista.

Hace años, me decían que era la edad. Yo decía que ni a los cuarenta ni a los setenta. Qué pena, con 26 años y ya no lo aguanto más.

Hoy en concreto me quito de un grupo de Facebook, "No hay más tonto que un pobre de derechas". No me uní por diversión, tampoco para ver noticias... Sabía lo que me iba a encontrar. De los primeros días, recuerdo a alguien ublicando una noticia sobre Zara, una fábrica había sido incendiada por sus trabajadores y él decía que tenían que arder todas... Bueno, a mí el fuego no me acaba de gustar.

Hoy, como era prácticamente esperable, me marcho por Stalin. Me merezco que se rían de mí, ¿cómo no iba a tener una conversación sobre si es defendible todo lo que hizo? La publicación rezaba "Hoy en día, el comunista que no defiende a Stalin es un cobarde", o algo así. Cómo no...

Hemos acabado poniéndonos de acuerdo (o más bien enterrando el hacha de guerra) después de tanta falta de respeto que he acabado agotado. Y es que el problema, más que las ideas, que como personas podemos opinar que es más o menos justificable lo que haga una persona en una situación medieval como ésa; es más bien la manera de hablar, la manera de atacarte, las ganas de ridiculizar. He acabado no contestando, y aún pienso si se creerán con razón solamente por la falta de respuesta.

Esto que se dice de dejar sin argumentos es una falacia tan extendida como el muñeco de paja, que me contó cierta amiga de la que siempre me acuerdo a la hora de debatir. ¿Dejar sin argumentos, o no entender nada a la otra persona?


Hará como dos o tres años que leí "Yo tengo razón, tú no, ¿y ahora qué?". Un auténtico libro es el que siembra un sentimiento en ti, y crece, y madura, y lo que al principio es un chiste acaba siendo una manera de hacer las cosas. Ya estoy harto de tener razón, como decía La Polla Records en otro sentido. Ahora pienso en lo que gano, no voto por fe sino por simple preferencia. Pienso menos en ética y más en cordialidad.

Pero aún así, me meto en estos jaleos porque siento la violencia que hay. Quizá porque siento miedo de qué va a pasar con el mundo, quizá porque soy débil. Quizá somos débiles. Generalmente le quiero echar la culpa a la debilidad de los demás, "no lo hago por mí, pero hay gente que lo está pasando realmente mal". Quiero reaccionar a las barbaridades que veo. Quizá el problema es ver barbaridades.


Una lección de artes marciales que no olvidaré nunca es "No te tenses, estás reaccionando al ataque, estás imitando la actitud de tu rival... ¿Por qué? Él no tiene poder sobre ti, piensa en lo más efectivo y no en lo que sientes". Con las palabras pasa algo parecido. Creemos que los insultos tienen que ser contestados con más insultos, y las discusiones tienen que acalorarse conforme pasa el tiempo, ¿pero cuál es el sentido de ello? Lo hacemos simplemente porque nos sentimos así, no creo que busquemos atacar al otro, sólo mostrar nuestro dominio animal. Chocamos por naturaleza, porque el territorio de uno siempre acaba con el de otro, porque cuando estamos de acuerdo en algo buscamos en lo que no. Porque todo tiene que ser a pedir de boca.


Hay quien necesita ser feliz para sonreir y quien necesita sonreir para ser feliz. Supongo que todo gira en torno a esto. Es lo que nos mueve, supongo. Pero uno vuelve de repente a una discusión sobre Stalin y se plantea qué está haciendo ahí, dónde está ahí el hedonismo. Quizá el conocimiento, que es mucho más difícil de alcanzar que ser feliz, sea la respuesta. Otra meta que puede parecer superior pero que en realidad es un útil para conseguir lo que nos demandan nuestros genes.


Ahora que soy más agotador que agotado, es el momento de ser feliz.

lunes, 2 de mayo de 2016

Lo que se hace y lo que se deja de hacer

A veces hacemos cosas de las que no nos damos cuenta. Engañamos a alguien contándole lo que realmente sentimos, cabreamos a otro diciéndole lo que nos gusta de él, e incluso confundimos a alguien contándole lo que creemos.

Sí, evidentemente estas acciones no son individuales. Son todas acciones conjuntas, una acción que tiene como consecuencia una reacción. Muchas veces me han dicho, por ejemplo, que los medios de comunicación manipulan a la sociedad, pero ¿no es también la sociedad, la que se deja manipular?

Estos verbos han sido acuñados así a lo largo de nuestra historia, no es una casualidad. Es muy difícil decir que no hay ningún engaño, ni ofensa, ni confusión. Que no pretendemos molestar a nadie. Vivir en sociedad es, siempre en parte, molestar. Y claro, con el predominio del lenguaje como arma social, vale la pena dedicarle un tiempo a demostrar o no el interés o la voluntad de cada persona para con sus acciones.

Se puede no saludar a alguien porque preferimos no hablar con él, y también porque no nos acordamos. Se puede querer quedar con alguien y no poder, y también se puede preferir muchas cosas antes que quedar con esa persona. Se puede no contestar a alguien por asco, por indiferencia, por hacerse el interesante, e incluso por no haberlo podido escuchar, pese a que lo parezca.

Cuando vemos a una persona en nuestro camino siempre hay un tiempo de reacción. ¿Saludar o no? ¿Nos está mirando? ¿Nos interesa conocerlo? ¿Parece majo? ¿Viene hacia nosotros, o va a otro lugar? ¿Qué pensará si le saludo? ¿Tiene pinta de ser violento, de ser borde?

En realidad, tenemos tantos prejuicios que si pudiéramos parar el tiempo para analizarlo tranquilamente, seguramente sería algo rutinario. El caso es que hay personas que lo piensan, y personas que no, que simplemente saludan.

Y bueno, cuando uno saluda, sin embargo, no nos cuesta responder, normalmente. Antes de eso, saludar o no es algo trivial. Pero contestar, contestar es necesario. Porque no contestar parece una terrible ofensa.

Por algún extraño mecanismo evolutivo, hemos llegado a preferir el odio a la indiferencia. Supongo que pensamos que si hay un conflicto, se soluciona, de una manera u otra. Lo que no se puede solucionar es el silencio. Es la curiosidad humana, es el no saber por qué. es quizá una lucha entre uno mismo y su autoestima.

Porque si sabemos por qué una persona no nos saluda, no nos responde, o no queda con nosotros, normalmente uno encuentra su manera de justificarse. Los insultos de otras personas no duelen, es sólo su visión. Pero cuando uno no sabe por qué, y tiene que mirarse a sí mismo y buscar el fallo, ahí es cuando llegan los verdaderos latigazos. Ahí también es cuando uno se reafirma realmente, claro, pero como no hay certeza de que sean los fallos solucionados los que provocan esa indiferencia, vuelve a comenzar el bucle, y de ahí la frustración.

Lo realmente curioso es que, evidentemente, todos nosotros sentimos indiferencia hacia alguna cosa, y sabemos que generalmente no tiene nada que ver con errores, sino generalmente ausencias, falta de algo.

Pero sí, todos tenemos alguna falta que queremos llenar. Y no sabemos cuál es, solamente queremos ser algo más apreciados. Quizá todo sería más fácil si no pensáramos antes de saludar. Tendríamos que pensar menos, y no haríamos pensar tanto a la persona no saludada. Porque no saludar no es sólo una ausencia, sino también una acción.

El problema de la tecnología es que tenemos que pensar en esa persona sin que pase ante nosotros. Saca a la luz algo muy nuestro: El pensar en alguien que no está, el darle importancia a esa persona tan alejada de nuestro aire, nuestro alimento y nuestra temperatura. Porque puede que esa persona, si piensa en nosotros y teme que no la recordemos, espere nuestro saludo como si estuvieramos delante, porque así nos siente. Tenemos que acordarnos de saludarle, o estaremos sintiendo indiferencia sin querer, como tantos fallos nuestros.

jueves, 7 de agosto de 2014

De hormonas y de viajes

Hace poco he tenido un momento de debilidad. Ya se ha pasado, entre que conseguía entrar en el blog para describirlo. Ha sido media hora que se ha pasado larga, pero creo que no ha dejado heridas.

Me dicen por ahí que es cuestión de armadura. Que cuando el dolor se recibe tantas veces, se hace callo. Yo no lo llamaría dolor.

Pero no me gusta ir con armadura. Los hay que sólo se la quitan en la tienda de campaña (para mayor riesgo de si le atacan con nocturnidad o mediante engaños), pero yo prefiero, mientras no haya a la vista catapultas, dejármela en casa. Que a veces no las ves suficiente pronto, y recibes alguna metralla, como sería este caso, pero merece la pena, por la libertad de movimientos y la mejora de los sentidos, para el que sabe guerrear y tampoco está rodeado de ogros con hachas de dos toneladas, que hace tiempo dejé de ver en las personas (aunque siguen en mis temores).

En este caso, de todas formas, no fue una falta de armadura. Porque no fue metralla, sólo una piedrecita de algún pastor con su honda. Pero bueno, a veces tienes que recoger algo valioso, aunque no sea el momento, algo que es mejor guardar aunque pese. El botín recogido siempre es más grande que el sueldo acordado, si no no habría mercenarios.

Y aunque se extremen las medidas, más allá de los fallos humanos también hay imprevistos que uno no puede imaginarse, y la suma de dos cosas inocuas puede ser peligrosa.

Pero el botín ya está seleccionado, y aunque pesa yo sigo mi viaje. Más duro, por cierto. Hay días con pan y agua, y hay días que ni raíces. El camino es el mismo, pero por cosas del azar unas jornadas se dan mejor que otras. No se va mal, he de admitirlo, pero se me hace largo, sobre todo cuando miro al horizonte. Pero más allá de estas largas llanuras algo arboladas se ven valles frondosos, y son mi única esperanza de descanso a la vista, mire al punto cardinal que sea.

Hay yermos a los lados, y espero que el hambre no me empuje a ellos. Creo yo que racionando lo conseguido, si sigo encontrando alimento al mismo ritmo, no pierda la compostura. Sé que nada me he perdido en estos yermos por ahora, mientras no se sepa de algún tesoro escondido, pero la fisiología a veces nos puede, y temo convencerme a mí mismo de desviarme. Con todo, creo que no pase, pues es estoy en buena forma, y ya no soy el tragón de antes.