Llega un momento en que uno se cansa de vestirse. No se ve bien ni con la ropa más sencilla. Parece que el mundo se divide en franjas de edades, a su vez en bandos, a su vez en tribus, a su vez en grupillos... todo ello antes de llegar a uno mismo.
Está bien decidir entre comunidades las cosas comunes, pero no hay que olvidar la horizontalidad que se merece el mundo. Todos somos personas con sus situaciones, y no nos merecemos aislarnos al final de la rama. Deberíamos ser todos un tronco.
Andamos por la calle sin mirar a nadie, nos evitamos pensar que estamos rodeados de personas que nos afectan. Es más, nos evitamos pensar en que la globalización hace que dependamos de la población mundial y cada uno de sus habitantes, de cada uno de nosotros.
El otro día me contaban que un roedor ártico se reproducía hasta que sus cotas de población llevaban a sus individuos, instintivamente, a suicidarse lanzándose al mar para morir congelados.
Nosotros, con nuestra capacidad para la neura, paseamos como si sólo viviésemos nosotros y nuestros conocidos, sin saludar al vecino del segundo si nos cruzamos comprando el pan, o evitando mirar al compañero de clase con el que no hemos cruzado palabra nunca.
Tenemos miedo de pensar que existen realmente, que estamos rodeados contínuamente y no podemos actuar libremente como lobos esteparios. Tenemos miedo de desnudarnos, derretir esa fría máscara que llevamos y sonreir o gritar conforme nos sintamos.
No queremos decirle al primero de turno cómo nos sentimos, o qué pensamos, o qué nos pasó anoche en tal sitio, nuestra persona es un secreto que contarle a los más allegados, a los que hemos creído, por experiencia rutinaria, capaces de tolerarnos.
Por eso hay que luchar por expresarse, dedicarle aunque sea una mirada a cualquiera que pase por nuestro lado. Por eso hay que empezar a sentir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario