martes, 27 de diciembre de 2011

La tangente

No me veo como izquierdista últimamente. Si en algo estoy de acuerdo es en que el dinero debe salir de donde hay y que la igualdad tiene grandes beneficios sociales. Pero contra mi instinto de tacañez, derivado del cinismo con que trato las burguesadas, está surgiendo un fuerte espíritu, creo que bastante lúcido y sensato, de dar lo que valen las cosas.

No tiene nada que ver el hecho de que me de un asco monstruoso a veces sustituido por profunda condescendencia (que no dice más de mí como persona) la gente que confía en el PP, con que sea de izquierdas. Sin duda me preocupa la igualdad, pero no la igualdad cómoda. Prefiero salirme por la tangente, poniendo a los amos al nivel de los siervos, y jodernos todos juntos siguiendo mi más adorado refrán (o follamos todos o la puta al río), que es lo único sostenible.

Saliéndome por la tangente, cosa que me encanta. Y ahora sí sigo. Los trabajos mecánicos, causados por la tecnología, están cada día más cerca de su extinción, causada por ésta misma. Es inevitable que el paro crezca conforme se desarrolle, y no estoy seguro de qué decisión darle. El sector servicios me parece sin duda una batalla a perder contra el mundo. La sociedad no está preparada para hacer de estos oficios un trabajo sano. Creo que todos somos conscientes del sentimiento de rabia esperando en una cola a que nos atiendan, y de la tranquilidad e ineficiencia que nos arrollan cuando por fin somos atendidos.

La economía de un país debe basarse sin duda en sectores menos minados por el desarrollo tecnólogico y más serios de cara a la eficiencia y productividad. La investigación, organizada de forma productiva no para el lucro de empresas, sino del país, asegurando esto mediante una organización que no me atrevo a imaginar que se encargara de subvencionar la investigación y venderla a un precio razonable, mayor que el costo de la subvención, a las empresas; sería uno de ellos sin duda.

Las cuestiones de los sectores primarios y secundarios me parecen más difíciles de encajar, como derechazos de un púgil casi. Es evidente que un país debe hacer lo posible por generar precisamente los bienes que gastan mayoritariamente sus componentes. Depender de otros países sólo puede hacer aflorar la brillante capacidad de las personas para aprovecharse de la necesidad ajena. Por ahora los explotamos, pero algún día se alzarán contra nosotros. Para eso preparamos nuestros ejércitos, no por la lucha por el poder entre las grandes esferas, sino para asegurar la supremacía del primer mundo.

Sin duda el ejército es y será necesitado mientras los siga habiendo en el resto del mundo (puede que algún día, lleguemos a no tenerlos, pasando poco a poco por desarmarlos mientras veamos que el resto de países lo van haciendo de la misma forma). Pero no tener que usarlo es sin duda un sueño bastante dulce, que podríamos conseguir si dejáramos el mercantilismo del siglo XVIII y asumiéramos que el valor de un estado se mide por lo que produce y no por lo que consume.

El problema es obvio. El cliente quiere el producto barato, el productor de la materia lo quiere caro, el que trata el producto, más aún. Dejando aparte la moralidad del asunto, el pagar lo que vale cada cosa, el disponer económicamente de lo que uno se merece y no más (dejemos de lado el aspirar a una vivienda individual con coche de lujo y pantalla de plasma), está claro que hay que hacer algo por la industria española. Si por mí fuese me gustaría que la comida fuese más cara, toda ella y no de forma aislada (ecologismo, selectismo, calidad). Más cara y no mejor, para que los trabajadores del sector agrícola y ganadero, y no los terratenientes, cobrasen un poquito más y trabajasen un poquito menos. Pero el problema real es la industria.

Hemos llegado a un punto en el que vivimos de la importación, hasta el punto de que el primer mundo no podría ser sitiado en la práctica: escaparíamos corriendo de nuestros países a China y otros países productores, sintiéndonos indefensos sin todos los bienes a los que nos sentimos acomodados. El peligro es tan grave como indemostrable. Puede que estalle la bomba que estamos escuchando hacer su cuenta atrás o puede que no. Pero sin duda hay un argumento superior al posible peligro que nos aguarda en el futuro: la estupidez del consumismo obcecado. No vengo a hablar de por qué somos tan estúpidos como para comprar de forma compulsiva todos y cada uno de nosotros, sino del peligroso hecho de que, como queremos seguir comprando, no nos importa la funcionalidad de lo que compramos. ¿Qué más da si vamos a tener que tirarlo dos semanas después, o dos años, depende del coste del objeto? Es lo que queremos. Porque queremos seguir comprando, necesitamos huecos en nuestras casas que llenar con nuevos productos actuales. Con frecuencia dejamos de utilizar lo que está camino de romperse para acabar tirándolo antes, con tal de comprar, comprar y comprar más.

Más inteligente sería, sin duda, comprar un poco más caro algo que no han hecho un par de chinos explotados para que se rompa a las dos semanas, sino un par de ciudadanos que viven como queremos que vivir nosotros, que han puesto todo su cuidado en cuidar la calidad de su producto. Y el resto, la diferencia de lo que costara esta multitud de baratijas que podríamos suplir con un producto de calidad, elegido de forma inteligente; podríamos dárselo a alguien que lo necesitara. O a un empresario, para que deje de tener razones para explotar a sus chinos, o a un chino para que no deje que lo exploten. O a quien usted quiera. Sálgase por la tangente.

domingo, 25 de diciembre de 2011

Las ausencias

Es inevitable en estas fechas acudir a este tópico. Si las reuniones tumultuosas ya me recuerdan bastante mi incapacidad para decir lo que pienso apenas por encima, muchas veces sólo con pequeños gestos corporales que últimamente he descubierto que nadie nota pese a que a mí me parecían obvios, en el caso de las familiares se añade además un tiempo extra, entre conversaciones sobre las que prefiero no pensar, el protagonismo de la televisión y la gula recalcitrante que todos llevamos dentro; que me hace pensar en quienes faltan.

Abuelos que terminaron de cumplir su misión dejándose tantas conversaciones pendientes, otros familiares que les quedaban muchas cosas distintas que hacer gran cantidad de veces, familia con la que no se cena por unas circunstancias u otras, amigos que no verás como todos los años, parejas que no te acompañarán... Las relaciones interpersonales van y vienen, a veces de acuerdo a ambas partes, pero la mayoría de las que se recuerdan no. Nos vemos obligados a recordarnos que no somos seres únicamente sociales. Que tenemos todo un mundo de aspiraciones físicas e intelectuales que alcanzar y debemos ponernos manos a la obra.

En solitario suelen ser, a menudo, más difíciles, tanto que muchas veces nos acomodamos en la autocompasión de la pérdida. Es inevitable a veces darse cuenta de lo mucho que empeora nuestra calidad de vida, nuestra facilidad para obtener lo deseado. Muchas de éstas, nos vemos incapaces de redirigir con tanta severidad nuestros esfuerzos. Pero la realidad sólo puede ser aceptada y modificada. De nada sirve rezagar nuestra carrera hacia la felicidad. Una siesta no nos va a hacernos sentir descansados, y bajar el listón que teníamos puesto en compañía, aspirar a algo más fácil, gracias a vete a saber qué mecanismos, no suele funcionar. Gracias a que lo único que funciona es sacar las energías guardadas durante la compañía, energías que en un primer momento no recordamos tener aún, es por lo que algún día llegaremos a nuestras metas originales, a nuestros únicos sueños.

jueves, 15 de diciembre de 2011

El flujo

Reflexionando en buena compañía me he dado cuenta de algo que me avergüenza. Soy menos transparente de lo que creía. No he dejado de ser tan sincero con los demás como conmigo mismo, pero ahí mismo está el problema. Engañándome a mí he engañado a otros, diciéndoles que sentía lo que pensaba, y no lo que pensaba que sentía.

Esto también me hace pensar en hasta qué punto tiene sentido hablar o pensar. Quizá no tenga sentido mucho de lo que digo o hago a lo largo del día, si soy incapaz de cierta constancia, necesaria para un buen hombre de ciencia. ¿Cómo voy a aprender, si no dejo de mutar? ¿Si no puedo decidir qué es causado por mi actitud un día o al día siguiente? ¿Debo marcarme una rutina de una vez por todas, tras todo este verano de agitaciones internas?

Creo que sí, ha llegado la hora de tranquilizarme. No puedo seguir fluyendo de forma indescriptible. Quizá incluso sea malo para los demás, deba haberles molestado. Porque ¿cómo te tomas a alguien que cambia constantemente, que un día te dice una cosa, y al otro hace otra mientras piensa sobre una tercera?

Se da un fenomeno parecido al miedo a las cucarachas. Se ve uno ante una criatura tan impredecible que tiene deseos de eliminar. Seamos hormigas, predecibles, explotadas, pasivas... pero constantes.

La canción de hoy es...

domingo, 11 de diciembre de 2011

El rifle

A veces es necesario amputar. Y si se hace mal, y sale gangrena, volver a hacerlo.

Conforme una herida se abre, nuestra naturaleza nos hace escupirnos, muchas veces infectándola. Somatizar está a la orden del día. Pero no debemos permitirlo.

Ser feliz es un deber, conforme yo comprendo este adjetivo al menos. La tristeza autocompadeciente no es sólo dañina para uno mismo, sino perversa inevitablemente.

La mayoría de las veces estamos sometidos a mecanismos emocionales que, aunque luchan por la igualdad, porque todos reciban lo que consideramos que cada uno merecemos por el hecho de estar vivos o "portarnos bien", también llevan la misma inercia que poseen los estúpidos por naturaleza, los que lo desean y no tienen motivaciones pese a que se les haya dado todas las facilidades. Muchas veces nos conducen al fracaso en la misión de aprender, la misión más importante de nuestra vida, la que nos caracteriza como personas. Porque es difícil aceptar lo que uno ha hecho mal, aceptar que siempre lo podría haber hecho mejor, y sobretodo aceptar que la próxima vez habrá que esforzarse más. Somos perros como nosotros solos.

Perros de hortelano. No sólo luchamos contra la idea de aprender y mejorar, diciendo cosas como que "no podemos sentirnos de otra forma", que "somos así"; "Es natural", los más ineptos o los que se creen más leídos; sino que además luchamos porque sean estandarte de nuestra nación estos sentimientos. "Amar es necesitar", "Míralo, qué mala persona (sustitúyase por el insulto que sea conveniente), que parece que no le ha afectado tal...", o incluso tachar de insensibles a personas que hacen lo que pueden frente a otras mucho más sensibilizadas que se rajan las vestiduras hablando de tal o cual problema sin ningún problema de conciencia pese a hacer gestos simbólicos y tomarse a la torera las decisiones importantes (esa doble moral tan característica de las sociedades religiosas que todos tenemos en mayor o menor medida).

Es prueba suficiente de esto el mismo hecho de dejar que estos sentimientos se alojen en nuestras más profundas cavidades sin ponerles pegas. Pero hay que sacar el rifle, hay que reconocer el objetivo, hay que admitir lo malos que somos y lo banales que son los instintos que nos hacen aflorar estos sentimientos aunque no se puedan admitir en público porque, ya que nadie lo hace, quedaríamos como los únicos que son simples, los únicos que se guían de forma tan egoísta y estúpida... Pero sí que hay que vernos siempre simples. Reconocer que no somos sino ratones de laboratorio, guiados por el hambre, la sed, el miedo a la muerte, la territorialidad (derivada del anterior), y el deseo de aceptación socioemociosexual (derivada también). Y reconocer que somos terriblemente malos y pecamos de todos los capitales y los que consigamos inventar.

Por eso hay que sacar el rifle y arremeter contra uno mismo, antes de que acabemos amando el error y el dolor hasta el punto de que buscar el bien común sea una horripilancia.

Sólo anotar que en el otro extremo de esta dimensión, enfrentada a la tristeza más autocompasiva y más estatizante, está la sonrisa de blues. Ese grito de borracho destripando todos los males de un corazón sin dejar de decir con la mirada "Y qué?". Porque se le dice estoico a alguien cuando se sabe que está sufriendo. Pero también, y únicamente, se le debería decir cuando sus miedos y dolores, sus emociones, no son patológicas, no le impiden desarrollarse.