martes, 1 de noviembre de 2011

Las sonrisas

Me parece fascinante la facilidad que tengo para ver lo primarias que son mis necesidades, lo animales que son mis sentimientos. No sé si tengo alguna virtud para ver de forma estrictamente material, si soy un capullo soñador que se cree que entiende por qué nos comportamos de forma tan aparentemente absurda cuando conoce a una persona casi tanto como a uno mismo, o si soy tan simple que se hace evidente el motivo de por qué actúo o me siento de una determinada forma.

En la última entrada acababa hablando de los miedos, que cimentan nuestras relaciones socioamorosas a la vez que las llevan al derrumbamiento. Aquí viene otra vez mi insatisfacción a la hora de hablar de esta palabra: me parece que lo anterior demuestra que esta palabra no puede sino englobar dos cosas de naturaleza muy distinta. Algún día hablaremos de eso.

Hoy quiero hablar de las sonrisas, esa palabra que tanto se parece a la risa, otro concepto muy dual, con intenciones (y consecuencias) muy distintas dependiendo del momento. No sé de donde viene esta palabra, pero me hace gracia que sea son-reir. A veces fantaseo con que es reir al son, reir en armonía. Reir sin que quepa duda de que, además de gustarnos la situación, empatizamos con las personas (o lo que consideremos personas) presentes. Una forma animal de ponernos, al menos temporalmente, una misma bandera junto a las personas con las que estamos, como pintarnos la cara de una determinada forma. Una sensación sin duda colectiva. Un símbolo de pensamiento común con esas personas, de sentirse parte de un mismo ser.

Qué distinta es una situación con las mismas personas, si un día abundan esas sonrisas y otro día hay, no caras largas, simplemente una cara estándar para ir por una calle en la que no vemos a ningún conocido. Parece que cualquier comentario con una sonrisa pueda llevar buena intención. Luego se aprende que hay sonrisas y sonrisas. Pero en todo caso, un comentario sin sonrisa puede dar pie a multitud de reacciones distintas dependiendo de la persona.

Con relativa seriedad, un comentario puede parecernos significar una intención de que deberíamos cambiar, o incluso de que si no cambiamos habrá consecuencias. No olvidemos que muchos de ellos son una forma de autoregulación social. Expresar nuestra opinión sobre un tema es aprobarlo o suspenderlo. Por eso en los juicios no se sonríe.

Seguro que muchos piensan que no se puede sonreir todo el rato, que hay cosas que cambiar. O que el valor de una sonrisa es que salga en determinados momentos y no siempre. También se dice así. ¿Pero no quiere decir eso que no estamos contentos con lo que nos rodea? ¿Por qué iba a colaborar nadie con nuestra búsqueda de mejoría si no sabe si es parte del problema? Es más, ¿acaso podemos cambiar algo como personas individuales?

Miro cómo funciona el mundo a gran escala y no puedo evitar pensar en tribus. Tribus que se sonríen entre sí cuando están en el hogar y que sacan los colmillos cuando están en el campo de batalla. Sin duda gracias a esas grandes uniones, con personas con las que nos identificamos, con nuestros compatriotas, o con los modos de vida que vemos a través de las películas, es como conseguimos remar de forma acompasada en esta barca en dirección a nuestro objetivo.

¿Pero no estamos en la misma barca todos, en esta Tierra? ¿No deberíamos ponernos de acuerdo en un objetivo común, un camino entre medias de las metas de unos y de otros, intentando que cada cual pueda saltar a su orilla, pero sin duda lleguemos cuanto antes en vez de amotinarnos paralizando toda nuestra maquinaria, malaprovechando los avituallamientos que conseguimos antes de zarpar?

Se puede pensar que lo más eficaz es eliminar al otro bando y hacerse dueños del barco, o imponer nuestro punto de vista y esclavizar a los que estén en contra. Pero temo que ni siquiera así podamos llegar a la costa. Quizá nos hagan falta no sólo los músculos del otro (que habrá quien piense que ni siquiera eso), sino también sus emociones y sus sueños. No olvidemos que la locura nos da fuerza, que un soñador se esfuerza más que un esclavo.

Y eso me lleva a otro punto pendiente. Si mientras luchamos no sonreimos, ¿no habrá soldados que teman más a sus propios comandantes que a los del adversario? ¿No nos acobardaremos, no perderemos nuestro estímulo, cuando dejamos de sonreir?

Es un gran problema sentirse esclavo, sea de nuestros propios intereses o de los del adversario. Quizá sólo sea un impulso a no esforzarse, a mantener nuestras fuerzas por si al segundo siguiente tenemos que luchar a muerte por nuestra vida con un hermano o con un vecino. Esa pereza inherente a todo nuestro género que muchos ni siquiera dicen querer combatir.

Mi conclusión es que cuando desee más fuerzas sonreiré a mi alrededor. No sólo porque cuando más agotado está uno siempre puede, en vez de parar y creerse extenuado, sonreir y sentirse aliviado mientras observa que las consecuencias de sus esfuerzos se multiplican; sino porque también cabe la posibilidad de que una sonrisa nos de fuerzas, nos haga pensar por un momento que nos movemos al mismo son.

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